10/14/2008

"El FIN DEL CANON"/ por Rufo Caballero


La pintura es para él un divertido poliedro, un cubo de Rubik sin la única y aburrida solución, exacta, infinitamente delicioso en sus sorpresivas combinatorias de tantas fórmulas. Se acabaron los sistemas totalitarios, es la epifanía del fragmento y la opción múltiple.

Comparte con Picabia la locura de levantarse cada día con una proposición estética distinta. Picasso sigue siendo su adorado-tormento, lo copia deliberadamente, lo plagia o lo critica con respeto, pero le importa un comino que las búsquedas no siempre encuentren. Ayer tuvo a Cézanne y el cubismo en el pulso, mañana va a entregarse al icono urbano o sencillamente va a remitir su obsesión por el tema de la muerte a la ambigua plasticidad de Andy Warhol; hoy está pintando un cuadro que tiene del surrealismo y el hiperrealismo como también de la pintura metafísica. De Chirico o de la estridencia formalista de las fieras. Todo lo va a disponer con la diversidad de planos que le aportan los lenguajes audiovisuales, jugará al bad painting y la impronta del graffiti mezclado con el arte salvaje o el candor de la pintura infantil. Dice Nelson Villalobos que juega todos los días a ser pintor.

Ciertamente el color y el dibujo, protagonistas de sus códigos, asumen el expresionismo y la gestualidad como constantes, pero suelen distanciarse de cualquier ideal rector. Pueden alimentar lo feo como valor artístico, o sea la valía de lo feo intencional y virtuoso, o pueden recrearse en el preciosismo de la buena pintura, probar incluso con la perspectiva clásica. Y pongamos el stop a tiempo: prima la mezcla desenfrenada, el consciente inclusivismo, la jerarquía de la intuición y el instinto en el acto de pintar, el espontaneísmo a lo Pollock y el dripping, pero los resultados jamás han de confundirse con el tirapiedras del francotirador o la anarquía del improvisado. Las obras revelan el credo abierto de un profesional que hasta inconscientemente observa las leyes más elementales de la composición visual, esas mismas que en todo caso trata de subvertir.

En fin, un saludable gusto por el eclecticismo y la mutación-tremenda señal de vida-, una peculiar revisión de la historia del arte sin aspiraciones de repostularla y sí de villalobizarlas en función de nuevos goces estéticos, la desfachatez en la apropiación libre de todo prejuicio, el placer del remedo, la originalidad de revitalizar una atávica verdad: nada hay totalmente nuevo bajo el sol. De manera que opera una dialéctica contradicción cuando el artista a diario necesita la novedad para dinamitar la rutina de la repetición, y al propio tiempo apela a u criterio de lo nuevo radicalmente acendrado en la herencia cultural de la humanidad, nada coincidente con aquel darwinismo lingüístico que impugnara Bonito oliva. Por otro lado no cero que la manifiesta voluntad de cambio en el caso de Villalobos implique, como se sospecha, una furibunda negación del estilo; antes bien, sólo induce a aceptar que su sello radica justo en la pluralidad, en el estilo de lo múltiple reelaborado. Así, es cierto que a veces se parece a Moisés Finalé, Zaida del río o varios neoexpresionistas alemanes y transvanguardistas italianos, pero todos ellos también pudieran parecerse a él. Depende

Los objetos a la mano, la casa, la mujer, la familia, el país, su cultura, el mundo le proveen de un repertorio de temas y asuntos donde señorea la realidad cotidiana, más como blanco de su identificación afectiva que como motivo de demandas reflexiones éticas. Vuelve siempre sobre el autorretrato y así a una afirmación placentera y autocognoscitiva que descarta el trasnochado narcisismo, o sobre el tema de la muerte que lo subyuga con especial dramaticidad, sin falsos desgarramientos, un tanto a la manera del realismo mítico que ocupara a Rulfo. También asiduo, su tratamiento del sexo no fluye con la óptica de la desacralización: el pintor vive y piensa con tal desenfado que apenas mistifica, por consiguiente nada necesita mitigar.

Recrea el Kitsch que lo circunda en Apodaca y Factoria como el que aprecia en sus periplos por Europa, asumiéndolos en condición de presencias integradas, sin pedantescas pretensiones aleccionadoras o culturosas. Otras veces desta su nostalgia ante asuntos recurrentes en la historia del arte, el artista y la modelo por ejemplo, o enrumba el ejercicio plástico hacía la persistencia de signos de las sociedades tradicionales, el pensamiento mal llamado prelógico y las pictografías caribeñas en la visualidad contemporáneas a través del antropomorfismo, la convención hombre-pájaro, los ideogramas, símbolos, máscaras y otros motivos de la afrocubanidad. Todo bajo el prisma del humor, ya sea el chiste inocente, ya la sutil ironía, ya el esperpento carnavalesco.

Justamente el desprejuicio más absoluto y la constante apertura de los códigos con que se divierte Villalobos- o con el que agoniza, en el fondo quien sabe- explican la reverente acogida que le tributan en no pocos centros metropolitanos del arte, donde hoy tienen lugar importantes procesos liberadores para la cultura artística. Como ya hubo de todo, modernismo y postmodernismo, vanguardia, neovanguardia y transvanguardia, caballete, arte efímero, experimentalismo y vuelta al caballete, al cabo bulle la feliz idea de una hora cero a partir de todos los caminos individuales, más allá de la tiranía que implicaban dos o tres tendencias en primacía y la correspondiente unidireccionalidad del mercado. Véase cuán oportuno deviene entonces Villalobos, aun cuando para seguir fiel a sí mismo mañana se levante cavilando que la propia pluralidad y hasta este texto que hoy se escribe son no más esas otras convenciones que en definitiva también habría que subvertir.



Texto: RUFO CABALLERO
La habana, 1990



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